Después
de hacer el merecido homenaje a tan idolatrado profesor, como os decía hace un
momento, sigo con el relato. Aunque esta noche me duelen los huesos, no quiero
retirarme a descansar sin antes desgranar algo más de lo que aconteció hace
tantos años. Sí, es cierto. Poco a poco me voy haciendo aficionado a esto del
contar, a explicaros cosas que me sucedieron en mi añorada juventud. El hecho
de tener un público que tenga cierto interés por la historia de mi vida, me está convirtiendo en
un enano algo fatuo, quizás. Sólo espero que no se me vaya la mano y me haga
pesado, inaguantable. Querido escriba, si veis este desvío, o vosotros mis
estimados amigos, hacédmelo saber. No quisiera convertirme en un viejo gruñón y
pagado de sí mismo.
Sin
más, prosigo. ¿Dónde nos quedamos? ¡Ah sí! Estaba explicando cómo llegamos al
mediodía de nuestra primera jornada de camino a los campos de nuestros aliados.
Pues sin más dilación sigo desde ahí:
Una
vez los campesinos dejaron que nos acercáramos, toda nuestra tropa buscó cobijo
bajo árboles y construcciones, algo alejadas de los humanos. Sólo el maestro Glûn
y dos de sus más cercanos colaboradores compartieron mesa con los líderes de
los labriegos. Por lo que se veía en la distancia se conocían y entendían bien,
puesto que toda la conversación fue en un tono distendido y amigable.
Nosotros
nos sentamos, aunque alguno más bien se dejó caer, bajo una hermosa higuera que
mostraba sus frutos aún verdes. El fresco de la sombra nos ayudó a recuperarnos
un poco, el ritmo de caminar de esta primera jornada estaba siendo endiablado.
Después
de recuperar el resuello nos dispusimos a dar cuenta de algunas de las viandas
que llevábamos. Al poco, se nos acercó un muchacho con una jarra de barro,
sobriamente decorada, y una hogaza de pan, que nada más verla nuestro amigo Dáin,
hacía ademán casi de arrancársela de las manos. Como líder de esta pequeña
compañía, me adelanté al grandullón de mi amigo, levantándome para tomar lo que
se nos ofrecía, entregando las vituallas a Náin que estaba a mi lado y acto
seguido agradecí, como correspondía, ese amable gesto a nuestro anfitrión con
un:
—¡Mil
gracias joven señor! Grór, hijo de Thrór, y mis queridos hermanos: Náin, Dáin,
Furin y Frálin, os damos las gracias, como os digo, y nos ponemos a vuestro
servicio —acompañado el agradecimiento formal con una profunda y larga reverencia.
El
muchacho, entre asombrado y divertido sonrío y respondió:
—¡No
hay por qué darlas nobles señores enanos! Berengil, hijo de Berenthor al
vuestro.
Dicho
lo cual, nos volvió a sonreír y se alejó, muy erguido, hacía las cabañas dónde
estaban, confiamos, su padre y demás parentela.
—Es
joven pero se ve que es diestro en las fórmulas de cortesía —dije mientras mis
amigos repartían ávidos la rica hogaza.
Además
del excelente pan, el vino que nos servimos de la jarra nos ayudó a recobrar bríos
que el descanso había apaciguado. Estábamos charlando tranquilamente cuando
vimos acercarse a Berengil y antes de que llegara me alcé y le ofrecí que
bebiera conmigo el resto del vino que quedaba. El chico sonrió, miró hacia las
cabañas y, resuelto, cogió el vaso que yo le tendía, antes de beber dijo:
—¡Salud
señores! Que Mahal, guíe vuestros pasos! —exclamó entre el regocijo de todos
nosotros y de un solo trago dio cuenta del rojo líquido.
—¡Salud!
—dijimos todos y bebí de mi copa.
Le
entregué la jarra vacía y de nuevo le dimos las gracias. Él se alejó muy contento,
parecía, de este encuentro con nosotros. Vimos que los diferentes grupos en que
se había divido nuestra comitiva se empezaban a preparar para reanudar el
viaje. Hicimos lo mismo. En poco tiempo estuvimos listos y a la señal del líder
de la tropa nos despedimos con una uniforme reverencia, que fue muy del agrado
de los campesinos, y seguimos nuestro viaje. El sol después de este descanso no
calentaba tanto y se nos hizo más llevadera la larga tarde de este primer día
del recorrido.
Queridos
hermanos. Creo que por esta noche ha sido bastante. Creedme cuando os digo que
estoy realmente achacoso. No lo parece, a pesar de mis casi cuatrocientos años,
pero tal longevidad tiene su precio. En fin, me retiro a dormir. Espero veros
mañana. Gracias.